Mi abuelo estaba lleno de rituales. Cada pequeña tarea tenía su listado de instrucciones, muchas veces sin sentido alguno. Perdón, corrijo: muchas veces con un sentido sólo para él, una hermeútica privada donde no cabía nadie más. Mi papá cuenta que siempre fue así. Mi abuela, cuando hace alguna infidencia, dice que antes no era así, que fue después de Corea cuando empezó a patinarle la sesera y a actuar como actuaba. A mí no me importaba, no me importó nunca. Veía a mi abuelo con el cariño de las palmas abiertas y recibía sus rituales en ellas para atesorarlos cuando faltara él. Guardo los rituales porque fue imposible guardar al hombre, porque es imposible guardar nada cuyo recipiente sea la carne (todo lo que sangra encuentra su destino de podredumbre, todo lo que se pudre forma una familia, y el verso no es mío, es de Casas).
Uno de sus rituales más extraños era la forma que tenía de alejarse del mar. Cuando visitábamos las playas, cuando dejaba parqueada la moto a la vera de la arena y se acercaba descalzo hasta las olas, yo estaba ahí, en el mismo desconcierto sumido, como profundizados ambos en el va y en el viene, en ese repetirse monótono sólo en la apariencia. Los ojos de mi abuelo se zambullían. A él nunca lo vi nadar, nunca lo vi mojarse más que los pies. Porque el mar, decía, es para hundirse. Y el se hundía, se iba adentro a punta de ojo. Ahí no estaba lo más raro. El ritual de verdad era que se alejaba caminando de espaldas, siempre mirando las olas, sin quitarle los ojos de encima a la inmensidad. Era desconfiado el viejo. Creía que de darle la espalda el mar se abatiría sobre él y lo arrastraría. Era respetuoso el viejo, creía que el mar podía ofenderse si le daba la espalda, si le retiraba el milagro de sus ojos.
El mar nos mira, siempre, lo menos que podemos hacer es devolverle el gesto.