Bajo el umbral reposa el hombre. Ha caído. Dejó deslizar la espalda sobre la piedra. Una mancha de humedad permanece todavía en la ruta de su descenso. Un mapa, un trazado de su vida podría leerse en ella. Allí cuando siendo niño río sobre la espalda de su padre. Allá el enero donde descubrió el sabor del cigarrillo. Cada acto, cada gesto, registrado como la edad de una roca. Una marca indeleble. Un punto signado dentro de su biografía descendente.
El autor se detiene. Revisa el párrafo. Admite su derrota. Podría seguirlo escribiendo, justificar de algún modo esa especie de misterio. Pero es en vano. No hay ánimos para escribir y duele el cuerpo. Los oídos retumban. Algo parecido a una gripa se anuncia. Quisiera estar equivocado. Mañana no habrá con quien compartir una enfermedad. Y pasado mañana el trabajo reclama su presencia. La lista de pendientes es un dragón enfocado en gran angular. Se retuerce, crece, amenaza mostrando los dientes. No, no puede estar enfermo. Mejor volver al hombre en el umbral.
La mirada se pierde en la distancia. El lugar donde todavía esperan sus pasos. El destino donde, probablemente, no estará lo que busca. Sin embargo, su instinto le exige levantarse. Tratar de nuevo. Trepar la pared donde se ha derrumbado y continuar tierra adentro. Atrás quedará la puerta, el límite, el último bastión de lo conocido. Adelante, en absoluta soledad, le esperan los descubrimientos del misterio. Si consigue ir, y volver, será el primero en traer noticias de la nada. El primero en decir yo fui, yo vi, yo he regresado.
El autor revisa el nuevo párrafo. Tampoco le convence. Los dientes apretados son el único signo del estrés. La garganta seca huele a enfermedad. Se levanta, camina fuera del estudio dejando el computador encendido. En la puerta se desploma. Apoya la espalda en el marco y se deja deslizar hasta quedar sentado en el piso.
Reto literario 