A veces los títulos llegan de la nada. Brotan en la cabeza (había escrito «brutan» y quizás fuera más preciso no haberlo corregido) y se instalan inamovibles. Es inútil pensar en otro título, intentar desecharlo. El título brotado (¿brutado?) se queda, firme, estoico, y no queda más remedio. Se escribe el número del relato, se ponen las palabras mayores en negrita, y se intenta dar a los párrafos siguientes alguna conexión.
En ocasiones fluye. En ocasiones la ocurrencia es tan vaga que resulta poética y genera, a su vez, su propia serie de significados. Uno se deja deslizar, entonces, por la cascada de imágenes y resulta, al final, superando el límite de palabras casi sin darse cuenta. Son cuentos que retoñan, florecen y esparcen su polen fantástico casi sin necesidad de viento, casi sin que uno deba abanicarlos, soplarlos, esforzarse para darle movimiento a sus molinos. En ocasiones es así.
Hoy no. «Sacapuntas de colores» escribí y lo específico del objeto (de los objetos, en realidad) frustra cualquier intento de darle un flujo de consciencia. No porque no haya poesía, por el contrario, ¡cuánta poesía hay en los sacapuntas de colores! Basta imaginarlos. Azules, verdes, amarillos, rojos, fucsias, naranjas… ¡Un montón de sacapuntas brillando dentro de una cartuchera de, digamos, un niño solitario dedicado a coleccionarlos!
Y no sólo eso, no, no sólo eso. Piensen, por ejemplo, en las virutas de madera cayendo lentamente sobre baldosas de colegio, entre zapatos de colegio. Piensen en la obsesión infantil de garantizar que el lápiz azul sea afilado usando el sacapuntas azul, y el lápiz rojo usando el sacapuntas rojo, y el negro usando el sacapuntas negro. Piensen en el dibujo sobre el que trabaja nuestro hipotético personaje, la pericia con la que pinta (haciendo círculos para que quede parejo) un dibujo de un colibrí: para dar matiz a las alas usa el sacapuntas violeta y raspa un poco de mina sin tocar el serrín, luego presiona con el índice y va difuminando de a pocos…
Ah, a veces es imposible proseguir cuando un título se impone. A veces todo lo escrito no puede sino arruinar lo que unas cuantas palabras, encabezando la página, sugieren.