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Este texto estuvo a punto de titularse «Zarigüeyas resplandecientes», por fortuna tuve mejor juicio. «Chuchas» está bien, además, el fenómeno que habré de referir ocurre en Medellín y si algo diferencia a las chuchas de las zarigüeyas no es sino la designación. Una zarigüeya es una zarigüeya hasta que cruza las fronteras del área metropolitana, entonces se vuelve una chucha, con todo lo que eso implica (que no es nada, en realidad, porque por fortuna el tiempo nos ha curado, en parte, el miedo y nos ha enseñado, en parte, la compasión).

Digamos, pues, que esta es la historia del mes en el que las chuchas de Medellín empezaron a brillar en la oscuridad. Nadie supo nunca la causa, nadie supo nunca por qué luego dejaron de hacerlo. Lo que sabemos es que el diez de junio de dos mil diecinueve, a las siete de la noche, hubo múltiples reportes a las líneas de emergencia para reportar, en distintos tonos y frases, chuchas resplandecientes. Brillaban, la mayoría, con un halo blanco, como bañadas en halógenos. Algunas alcanzaban peculiares tonos menta o rosa. Algunas, las menos y las que causaron mayor temor, se cubrieron con el caricaturesco verdor del uranio activado. Pero las más eran simplemente blancas, como si después de tragarse la luna la dejaran escapar de a poco entre los pelos.

Hubo, por supuesto, pavor. Poco faltó para que años de campañas pedagógicas se probaran ineficaces. Por fortuna, la belleza impone sus reglas, y las chuchas resplandecientes, luego del espanto inicial, eran bellas hasta aplacar los ánimos. Con el silencio de los asombrados, la ciudad entera se rindió a la contemplación del milagro.

Mentí en el segundo párrafo. Dije que nadie supo nunca la causa y, aunque es cierto que nadie más la sabe, yo la conozco. Hay una cabaña diminuta, perdida en el monte, donde cada tanto se retira una mujer a darse un tiempo sabático. Las chuchas acudían, peregrinas, para recibir su caricia sobre el lomo. Al contacto de sus dedos empezaban a brillar.

Para Diana García Osorio.

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