Tengo un pecadillo venial en el que recaigo cada tanto. Me gusta descargar juegos al celular, de guerra, de cosecha, de piezas de colores que necesitan encontrarse para estallar, y jugarlos por horas seguidas antes de desinstalarlos para siempre. Eso es. Nada grave, nada realmente jodido, pero un vicio al fin y al cabo.
Tengo reglas, por supuesto. Nunca descargo el mismo juego dos veces. Nunca permanece en el celular más de un día. Mi nombre de usuario es «uno», en cada ocasión. Luego entro a la cuenta de Google y borro toda la información. Juego en una sola tanda. Cuatro, cinco horas seguidas, hasta que la batería del celular se acaba. Entonces lo pongo a cargar y cuando enciende de nuevo elimino el juego. Eso es todo. Nada grave, nada realmente jodido.
Tengo otras cosas, claro, también, quizás, otras historias diferentes que contar, incluso algunas sobre el celular. Sobre como, por ejemplo, a veces me arrullo chismoseando apps de vida diaria. Vainas para mejorar la rutina. Para levantarse temprano. Para hacer ejercicio. Para alimentarse saludablemente. Tonterías que nunca descargo pero que me gusta saber están ahí. Como el dios en el que no creo. A veces me detengo en alguna y leo los comentarios de los que ya la usan. Las reseñas de cinco estrellas me gustan más que las de una. Supongo que es una forma de sentir el optimismo del mundo. Un couching ontológico certero. Eso es todo. Nada grave.
Tengo miedo, a veces, de que esa forma de buscar tierras firmes, de evadirme de la angustia, sea una trampa. Un agujero negro. Una dilapidación de energías que luego me serán necesarias para salvarme del debacle. El desastre manifiesto llenándome, ahogándome, y yo buscando el nuevo monstruo que habrá de defender mis murallas mientras la batería del celular llega al dos por ciento, al uno por ciento. Al cero. Eso es todo. Nada.