Del maravilloso reino animal me interesan los animales con coraza. Las tortugas, los armadillos, el rinoceronte de Durero. Hay algo en los exoesqueletos, en las placas de piel enconstrada, en los refugios portátiles que apela a mi instintiva necesidad de poner, entre el mundo y yo, un filtro de escritura. El armadillo es mi hermano pues también me hago esfera impenetrable amansando palabras. Como la tortuga, guardo cabeza, patas y cola dentro de un fósil de verbos descontinuados por la RAE. Los animales con coraza son los escritores del reino animal, la torpeza y la falta de imaginación asignó a los simios lo que perteneció siempre a los cangrejos.
Pero no es eso lo que deseo narrar. Los animales acorazados son sólo un punto de partida, un esfuerzo por justificar por qué -pese a mis posturas animalistas, taciturnas y vegetarianas- compré el pangolín cuando me lo ofrecieron en la calle. Estaba confinado dentro de una lata de galletas Saltín y sus escamas hacían ruido cuando se movía. Le pedí al vendedor que esperara mientras corría al cajero y pagué el precio, elevado, sin regatear. Ahora el pangolín corre por el apartamento, se comió las hojas de las matas y se esconde en los rincones cuando me descubre mirándolo. Tanto él como yo andamos escondiéndonos. Tanto él como yo sabemos que la carnes es frágil debajo de la coraza.
Lo anterior es mentira, por supuesto. Ya no venden las Saltín en lata, para empezar, y además es improbable que se distribuyan pangolines en Medellín. Lo escribo para poner un escudo. Una historia de un animal sintiéndose extraño como forma de echar murallas frente a la historia que en verdad debería estar contando: la del que escribe cuando no tiene temas, la del que dice cuando no tiene nada que decir. Estoy a diecinueve cuentos de terminar el reto y me siento tocando el fondo. Las ideas están escasas.
Hace un rato el autor miró a la ventana, vio un armadillo de madera que no recuerda de donde sacó. Escribió: «Del maravilloso reino animal me interesan los animales con coraza».