Mi abuelo decía «No confíes nunca en un traficante de marfil pues aprovechará cualquier descuido para sacarte los dientes». La frase, como muchas de las de mi abuelo, no tenía mucho sentido. Jamás en su vida conoció a un traficante de marfil, yo jamás en mi vida he conocido alguno. Tal vez no era sentido lo que mi abuelo perseguía, tal vez sus consejos no pretendían la moraleja tanto como apuntaban al desconcierto. «Jamás cruces en pantuflas la tundra de la indiferencia», «Ignora a todos aquellos que traten de convencerte de que una chucha es en realidad una zarigüella», «Si el sol se pone por oriente es mejor cambiar de sombrero». Un libro de aforismos donde se recogieran estaría más cerca de la microficción que de la biografía, y creo que está bien así.
Cada día del padre pienso en mi abuelo. Es un salto apenas lógico. Celebro con mi papá, mi papá recuerda a su papá, yo me encuentro pensando en el papá de mi papá, osea, mi abuelo. Le doy vueltas a su imagen, a la distancia inmensa entre él y mi papá, a la diferencia gigante entre los consejos de ambos. Los de mi papá son prácticos, bonachones, llenos de ese intento de sabiduría que se encuentra en cadenas de WhatsApp: «La vida es como un sancocho, sabe a lo que uno le eche», y yo me parto de la risa pensando en el materialismo histórico y en el optimismo de manual pregonado por alguien que se tiene que embutir a diario dos pepas de serolux para lidiar con la ansiedad de existir. Me imagino, a la vez, el desconcierto de mi papá cada vez que el suyo le daba un consejo, su incapacidad de ver allí la belleza oculta del mismo modo que la belleza de la metáfora del sancocho me elude a mí, me esquiva.
«Es injusto juzgar al cocodrilo por sus lágrimas, pero tampoco es justo juzgarlo por su sonrisa», dice mi abuelo desde el más adentro, y yo me quedo pensando en ello, y en mi papá, y en estos días del padre que me ponen, siempre, como si fuera un coco rodando sobre la arena caliente ansioso de que le alcance el impulso para llegar hasta el ruido de las olas.