A los nueve o diez años iba a misa todos los días. No recuerdo un fervor particular, un llamado puntual de los evangelios. Tampoco recuerdo, con detalle, la angustia que me llevaba a pedirle a mi abuelo ir a misa de seis por las tardes. Sé, eso sí, qué lo motivaba. Cuando niño me daba una angustia inmensa la llegada de la noche porque era posible que mi papá y mi mamá todavía no regresaran del trabajo. No sé de dónde surgió ese dolor íntimo. Tampoco sé si a todxs lxs niñxs les ocurre. A mí, el caso, me daba pavor. Me costaba respirar, me arañaba el cuello. Ataques de pánico que conseguía embolatar durante los cuarenta y cinco minutos de la eucaristía.
Salía de la casa de mi abuela y mi abuelo (ellxs nos cuidaban) tomado de la mano de él. Caminaba rápido para llegar a la iglesia, nos tardábamos tres minutos en rodear la manzana, y un minuto más en encontrar puesto. Luego, media hora de misa. Yo todavía no podía comulgar pero en los silencios de la comunión cerraba los ojos con fuerza y pedía una otra vez y rogaba una y otra vez «que mi papá y mi mamá estén bien, que mi papá y mi mamá estén bien, que mi papá y mi mamá estén bien». Cuando la misa terminaba caminaba despacio, mi abuelo caminaba a mi lado igualmente despacio, como queriendo alargar el momento de la verdad, como demorando el saber si dios había escuchado mis súplicas.
A veces mi papá y mi mamá ya habían llegado cuando nosotros llegábamos de misa. Todo mi miedo desaparecía. Oraba en agradecimiento una frase breve y corría a sumarme en un mundo donde, quería creer, todo estaba bien. Otras veces todavía no llegaban y la angustia crecía aprovechando la catedral derrumbada de mi fe, trepando por los escombros como una enredadera venenosa.
Todavía de vez en cuando voy a misa. Visito los osarios donde están los huesos de mis abuelos (el paterno, el materno). Otras veces sólo me concentro en lavar la ropa y pienso en Buda. Sigo orando, de alguna manera, tratando de encontrarle sentido a un temor que nunca entendí y que no me abandona.