Cuando decidimos hacerlo dinamitamos las aceras. Trozos de asfalto flotaron frente a nuestros ojos. El eco de la explosión resplandecía, como un pez raro en el fondo de un estanque transparente donde la luz del sol se detiene una sola vez cada cien años. Así, con toda la espera de los arquitectos chinos dedicados a encontrar el sentido de la luz. Así, con la furia del lenguaje inventado en el silencio de siglos por una boca cerrada en el cansancio. Así, como el hilo perdido de una narración empezada a toda prisa a las once y media de la noche, mientras se usa de excusa encender el computador para decirle a la inmobiliaria que están fallando las luces del pasillo y de la alcoba principal.
Escribo alcoba donde debí escribir pieza, porque alcoba no tiene nadie. El punto es: tienes un comienzo furioso de alguna belleza en su hallazgo y, de golpe, empiezas a tropezar con las metáforas, a esforzarte por introducir lo cotidiano y paso a paso poco a poco lento y lento se va perdiendo en la madeja de su propia incapacidad para ser tejido. Cuando no puede ser manto, el lenguaje es maraña. Cuando no puede ser abrigo, el lenguaje es un cajón lleno de estambres sin sentido al que da miedo meter la mano por la sospecha de una aguja sedienta oculta entre la madeja. Pero no es la aguja, porque no hay aguja, y cuando el lector lo descubre saca el contenido a manadas y lo echa al fuego con un gesto de desprecio.
Es natural que ocurra. Es inevitable. Tarde o temprano todo lo hueco revela su cualidad de yesca y sirve, solamente, para dar fuego a lo demás y a sí mismo. Para encender la mecha. Para comenzar la chispa con la cual, llegado el momento, decidiremos dinamitar las aceras.