Cuando uno entiende que, al final, nada va a salvarlo todo se resuelve. Miento. Nada se resuelve, en el fondo, porque nada se resuelve nunca. Pero sí hay un alivio, una resignación, una abrupta entrada al estoicismo. Hay una manera de encogerse de hombros y afirmar «está bien, así son las cosas, así serán, y no hay nada que pueda hacer al respecto». Luego, cuando el profesor Arsenio Arteaga descubrió que nada iba a salvarlo todo se resolvió, sí, pero para sus estudiantes. Ese semestre cálculo tres fue una materia soñada. Sin listas de asistencia. Sin exámenes. Los estudiantes pasaron con notas perfectas y los pocos en quejarse obtuvieron una respuesta esquiva de la universidad. Las directivas empezaron un proceso investigativo y luego Arsenio se suicidó y entonces las cosas quedaron así.
Y así habrían quedado, pero años más tarde se cayó un puente, y años más tarde un edificio, y años más tarde fallaron las máquinas de una ensambladora de carros, y años más tarde un periodista descubrió que dentro de la planta de empleados encargados de cada una de las catástrofes había al menos un ingeniero de la generación del dos mil once y que esa generación había sido la última en recibir cálculo tres bajo la tutoría de Arsenio Arteaga, el genio matemático por el cual se peleaban las cátedras que, al final de su vida, dio sucesivas muestras de locura cuya culminación fue el suicidio: tiro en la boca y un reguero de sesos en una pared donde previamente había puesto «X = X y sanseacabó».
Tras la publicación de la nota haber sido alumno de Arsenio se convirtió en una lepra laboral. Si en su hoja de vida figuraba cierta universidad y cierto año de graduación estaba liquidado. Se terminaron contratos sin justa causa. Se buscó culpables de antiguos errores. Se cazó a los miembros de una generación como a bestias salvajes.
Eventualmente descubrieron que nada iba a salvarlos. Y entonces fue el sanseacabó.
Reto literario 