Adoptamos a Galilea la tarde del seis de julio a través de la Fundación ORCA. Como parte del proceso, Galilea debe permanecer con nosotros quince días como si fuéramos un hogar de paso, para evaluar nuestra capacidad de adaptarnos a ella y su capacidad de adaptarse a nosotros. A veinticuatro horas de convivencia tenemos media certeza y una tanquetada de dudas. Ahí vamos, acostumbrándonos al lenguaje sin palabras de los animales mientras driblamos esa necesidad torpe de proyectar angustias.
Galilea es una mezcla de todas las razas caninas en el horizonte, con preponderancia de cierto aire galguesco y unos ojos gigantes. A Galilea le gusta temblar, lo que confiesa, también, cierta ascendencia pincher en su coctel genético. Tiembla cuando me oye hablar, tiembla cuando le ponemos el arnés para sacarla, tiembla cuando estamos caminando y acelera una moto. Galilea de los temblores es la primera forma de Galilea estar en nuestras vidas. María y yo la miramos también temblando, con la orfandad absoluta de no saber bien como temblar al unísono para tranquilizarla. Galilea tiene seis meses, ya había estado en la veterinaria, y en un par de hogares de paso. Cuando duerme se despierta al menor ruido. En eso, al menos, se parece a mí.
Esta mañana hice siesta en el sofá y tuve un sueño. Eran tres sueños en realidad, pero se entrelazaban. En todos había jóvenes o niños. En uno era yo el joven, y recibía consejos, y el decano de la facultad donde trabajo me decía que el problema con los bufones era que nunca aprendían a admitir el dolor porque preferían reírse de él. En los otros dos sueños los jóvenes eran otros. Pequeños abandonados en aeropuertos pidiendo monedas para un vuelo imposible, para entrar a cine a ver una comedia.
Veía proyectado el trailer de la película. Luego lo volvía a ver, pero sin sonido, y era un grito de angustia. Me desperté llorando, temblando, como Galilea.