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Mañana empieza un nuevo semestre académico en la universidad donde soy docente de cátedra. Eso significa que este domingo lo pasé malabareando los nervios y controlando la expectativa de volver a clases. Daré dos cursos durante los siguientes cuatro meses. Uno de historia de la literatura, que empecé a dictar en enero del año pasado; y otro de taller de literatura, que debuta este miércoles y en el cual (me enteré ayer) se inscribieron cuarenta y cinco estudiantes. Esto último debo, por supuesto, conversarlo con las directivas de la universidad, pero es sólo un motivo extra sumándose a los nervios cotidianos de encarar un nuevo grupo de estudiantes.

            Porque nunca me siento preparado para ello. Las primeras clases me atemorizan tanto como las últimas. Las primeras conversaciones demandan tanto de mí como la despedida en la última sesión del semestre. Siento un profundísimo respeto por la labor docente, por el papel que desempeñamos desde nuestras limitaciones quienes saltamos a ello movidxs por no sé qué extraño llamado, y ese respeto me provoca el temor que subyace en lo sagrado. Reconozco en mi papel el de la zarza que tiembla bajo el fuego para transmitir el mensaje. Con cada respiro anhelo que sea mi materia tronco inflamable y que consiga, si algo he de conseguir, entregar el fuego como quien comparte el agua.

            No se me malinterprete. Me gusta esta sensación. Me gustan los nervios de la primera vez que abro la puerta del salón, de las miradas desconocidas que empiezan a medirme desde el segundo cero. Tiemblo bajo el escrutinio de ojos nuevos, procuro bajar todas las defensas para que consigan ver con claridad. No soy quien tiene todas las respuestas, no soy quien ha conquistado la cima del parnaso y consigue desde allí hablar con el timbre colosal de los triunfadores. Me presento en mi condición de derrotado, de lector, de frágil espartillo consciente del milagro de la lluvia y procuro que todo lo enunciado por mí parta de ese terreno íntimo y remoto donde he construido los instantes de mi felicidad sobre la tierra. Hasta ahora ha resultado, y en el diálogo académico aparece, entonces, esa otra conversación donde puede jugar el conocimiento verdadero: la certeza de que sólo desde el encuentro con lxs demás podemos salvarnos, y que para encontrarse hace falta adentrarse en unx mismx primero.

            Mañana, a las dos de la tarde, será así. Llegaré a la universidad y amarraré la bicicleta en alguno de los parqueaderos. Pediré las llaves del salón en una oficina donde el rostro del encargado dejará a partir de la próxima semana de serme extraño. Llegaré a una puerta delante de la que esperan, quizás, lxs estudiantes que entrarán quizás a su primera clase (dicto un curso de primer semestre). Llenaremos el salón y el silencio estará lleno con el murmullo de la expectativa. Durante grávidos segundos nos preguntaremos quiénes somos. Luego iremos respondiendo, me contarán algo de ellxs, les contaré algo de mí, y todo empezará a fluir, como el agua, como el fuego, como el viento al otro lado de las ventanas.

            Con un poco de suerte, si me lo permiten mis esfuerzos, conseguiré devolverles, sin embargo, ese primer silencio al final del semestre. Esos segundos que anteceden a la lluvia, esos donde ya la tierra y el aire saben de su llegada. Ese instante en el cual nos importan, con curiosidad descarada, lxs demás. Porque el conocimiento es esa única pregunta, siempre, con todas sus posibles respuestas. Quiénes somos, y quiénes podemos ser.

            Y me siento humildemente afortunado de poder plantearla.

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