Vivimos a nuestro modo las ceremonias del adiós. Cada quien las sueña a su medida, cada quien las vive como pueda. No es fácil, no nos sale bien a la primera. Pero vamos aprendiendo, como en todo, vamos puliendo detalles, mejorando, adaptándonos. Al final conseguimos hacerlo limpiamente. Al final sabemos que todo final es ineludible, y en esa certeza construimos una forma de calmada resignación.
Cremamos el cuerpo de mi tía la tarde de un sábado. Había llovido toda la mañana y la madera estaba húmeda. Como nos había pasado antes sabíamos que la clave era tener parafina, y cubrir los palos de abajo para que pudieran coger candela. Luego el agua, exudada por el resto, serviría como alimento. Lenguas de fuego emocionándose en sus mutuas palabras. Destellos. Magma. Cenizas previas. Reposamos el cuerpo sobre el lecho de manzano, debajo se apilaban pinos, abedules, abetos. Humo negro de humedad, y humo blanco de madera blanca y el olor a grasa y gasolina y seda y pelo. Nos untamos menta en el labio superior, para escapar del vahído a parrillada.
En las formas de la llama adivinábamos dibujos. Un hombre cargando un bulto de flores, dos perros trepando un árbol en la mitad de una avenida, el coche donde una joya ocupa el lugar de la cabeza del bebé, la rueda que se desprende de una motocicleta que se estrella contra un hidrante, las gotas que revientan contra una ventana en el cuarto piso de una farmacia. Eventualmente los ojos nos dolían de mirar. Entonces nos acostábamos a dormir, y el calor nos cobijaba.
A veces llovía, y no importaba. Todo hacía parte de la ceremonia. Como la del sábado, como las otras. Ya sabíamos que así era como debía ser. Ya sabíamos que de ningún otro modo podríamos soltar correctamente.