Si nadie viene voy a morirme de silencio. Hablo, para ver si me escucho, pero no tengo forma de saber si esto que suena cuando ejercito la garganta son palabras, o apenas el rumor del oleaje. De mi oleaje. Ola de larga espuma. Ola de piedra. Ola. Llevo demasiado aquí, demasiado aquí sentada, demasiado aquí esperando. Al comienzo venían cada tanto. Creían que podían llegar hasta mí sin ser vistos. Pero mis ojos. Mis ojos ven. Mis ojos. Mis ojos de color como joyas en la luz solar. Mis ojos los descubrían y salía a su encuentro. Para acortar la distancia, para disminuir el viaje de la soledad, para apresurarme a sentir algo más que el tiempo. El tiempo. El tiempo ocre de las nubes al atardecer. El tiempo brillante de los medio días largos. El tiempo de mi cuerpo impávido, quieto, congelado en el gesto de la espera. Si nadie viene voy a morirme de silencio, como antes creía que iba a morirme de amor cada que uno se acercaba. Entonces en el pecho. Pum pum pum pum pum. En el pecho escuchaba mi voz latir. En el pecho. Donde imaginaba el rostro de cada uno de ellos recostado. El dormir de su placides sobre mi pecho. En el pecho. Pum pum pum pum pum. Como ir dejando ir el mundo, como ir olvidando el cielo de las noches brillantes. El cielo. Este cielo que recibe mi voz. O el rumor del oleaje. Este cielo que es otra ola de nubes, ola de pájaros, ola de viento. Ola de viento desnudo. Ya no pájaros, no. Ya nadie, ya nada. Sólo yo. Sola yo. Sola y muda. Sola y sin decir nada. Sola y sin correr al encuentro de alguno que se escondía entre las rocas, preparando su salto mortal.