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Soñó con corceles blancos trotando sobre un campo de tréboles. El eco de los cascos reverberando en la tierra compacta se confundió con los latidos de su corazón al despertar. Algo en la imagen había asentado en su mente con la potencia de la pesadilla. El miedo —claro, frío, largo, inconfundible— le llenó la boca con un grito que reprimió a tiempo para no despertar a los vecinos. Corceles blancos en un campo de tréboles. El sol previo a la tarde arrancando al verde destellos de frescura. Los músculos acompasados disfrutando del paseo. Y él temblando, sobre la cama, convencido de que algo secreto, algo invisible, algo oculto esperaba para saltar y atacarlo, para romperle el cuello, o las costillas, o los brazos antes de que pudiera defenderse.

            Ante el espejo del baño se revisa los dientes. Una capa delgada de mugre se acumula en las encías. Debería dejar de fumar. Debería pasarse la seda al menos una vez al día, ya que no las tres que recomiendan las odontólogas. Debería cuidar más la salud de su boca, y la de sus pulmones, y la de su corazón, y su salud así, a secas, en general. Pero no tiene fuerzas. No alcanzan los ánimos para los ritos del cuidado. No alcanza el tiempo. Salpica agua en su cuello para terminar de sacudirse la modorra, se limpia con papel higiénico el interior de los oídos y arranca la jornada.

            Frente al computador ajusta en su cabeza los audífonos y el micrófono. El cuadro de Excel presenta infinitos nombres con infinitos números. Abre la aplicación y hace la primera llamada del día. Una sola pregunta después del saludo. “¿Está interesado en vender alguno de sus órganos?”. De vez en cuando alguien dice sí. Pinta de verde la casilla y transfiere la llamada.

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