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El hambre lenta de los saurios alienta su caminata. Recorre a gruñidos la cocina desmantelando cajones, explorando en el fondo las alacenas vacías. Algo que echarse a la boca, algo que comer. Una bolsa con sobrantes del cuido del perro se detiene en sus ojos como una pregunta. Tal vez, si no hay otra cosa. El aliento frío de la nevera le golpea en la boca del estómago casi con la fuerza con que lo hace la ausencia de cualquier contenido dentro. Ni una fruta, ni un hielo, ni una botella a medio gastar de salsa de tomate. Nada en toda la casa. Aprieta el cuido viejo y rasga la bolsa para llenarse un plato. El olor a procesado se marca en líneas arrugadas sobre su frente. Para poder quebrarlo lo remoja en agua. Algo tiene que alimentar esa mezcla, y, sobre todo, algo tiene que traer paz al gemido de la panza.

            Comenzó hace una semana. Poco a poco, primero, y luego a dentelladas, como se despedaza un alimento del que se desconfía, apareció en su interior el hambre. No recordaba nunca, en treinta años, haber vivido algo así, esa necesidad imperiosa de morder, triturar, tragar, llenarse entero, más allá de las fronteras del vómito, con lo que fuera que encontrase. En público era capaz de controlar el afán devorador. Se prometió dejar de tener comida en el apartamento. Una solución clara, racional. Pero, ay, las plantas, ay, la arena en las materas, ay, las lagartijas que de repente no eran tan veloces, ay, el perro, el leal perro que no supo odiarle ni siquiera en el primer mordisco. Y ahora el vacío, y ahora el plato con cuido mojado y este romperse los dientes contra la cuchara, este quedar todavía con hambre, este mirar atentamente, salivando, su brazo.

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