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Al otro lado de la ventana, un azulejo atraviesa a saltos cortos la rama del mango antes de dejarse caer sobre la corriente del amanecer. El café recién filtrado engalana la oficina con notas de panela y cítricos. Parece el comienzo de una buena jornada. Suavemente, tras la puerta que se abre con parsimonia, amarga la contemplación de la silueta del secretario.

            —Disculpe, señor —silba su voz tras la cabeza gacha.

            —¿Dígame?

            Lanza la pregunta con el afilado desdén de los decapitados. ¿Qué no le ha dicho, ya muchas veces, que prefiere no ser interrumpido antes de terminar el primer tinto, a menos que se trate de algo de vital importancia? El secretario duda en el vano de la puerta, se balancea entre la punta de los pies y los talones, consciente de la gravedad de su transgresión.

            —A ver, diga, diga.

            —Aquí afuera hay uno que quiere escribir un cuento.

            —¿Un cuento? —pregunta, apartando de los labios la taza humeante —, ¿a estas horas?

            Por toda respuesta el secretario detiene su balanceo y levanta la mirada. Atiende a la seña y hace pasar al hombre. Lleva puestos unos zapatos de hule, medias blancas hasta la rodilla, una pantaloneta negra y una camisa con una serigrafía gastada de un tintero botando humo. El pelo enredado le cae poco más debajo de los hombros y la barba es un solo caos de maraña sin resolver. Tras las gafas sucias relampaguean los ojos inquietos de los adictos. Decide abordar el tema sin dilaciones.

            —Así que usted quiere escribir un cuento —afirma, más que pregunta —, supongo que no ha llenado los formularios correspondientes, ni tiene a la mano la sinopsis, ni presentó con diecisiete días hábiles la solicitud al departamento de cronotopos.

            El hombre lo miró azorado. Una sonrisa torpe, de esas que pretenden granjearse la simpatía, se configuró sobre la boca.

            —No, tiene razón, nada de eso. Verá, es que estamos de mudanza, y en la mitad de todo no he tenido tiempo, es más, ni siquiera sabía que fuera necesario…

            —¡¿No sabía qué fuera necesario?! Claro, claro que no, porque supongo que entonces cree que un cuento se escribe así, de la nada, que detrás de cada palabra no hay todo un equipo de funcionarios haciéndola posible, que basta con presentarse aquí y decir que quiere escribir un cuento, sin los formularios, sin las solicitudes, sin los papeles y sin, y sin, ¡y sin bañar!

            Encogiéndose de hombros el hombre lo miró. Había algo lamentable en esos ojos apaleados, en ese temblor que intentaba controlar, en la pose donde enrocaba la angustia para no hacerla evidente.

            —Yo sé que no son las mejores condiciones, y lamento ponerlos, a usted y a su equipo, en estos inconvenientes, pero…

            Y se calló, como si después del pero fuera a revelar algo que él no estuviera listo para procesar, como si tras su aspecto desarrapado supiera algo que él no sabía. Él, que había firmado la autorización para todas las grandes obras de los grandes autores. Él, a quién invitaban a cenar los editores más importantes para inclinar a su favor su voluntad frente al próximo libro del siglo.

            —¡¿Pero qué, hombre?! —estalló ofendido.

            —Pero es que si no escribo el cuento no voy a existir, y usted tampoco, ni el secretario, ni el azulejo que daba salticos en el mango —y ante el silencio, agregó: —Este es el cuento que tengo que escribir.

            Miró el café enfriándose en su taza. Miró al pobre idiota que tenía al frente, con su afán de escribir el cuento. Adictos a la escritura, son los peores de todos. Suspiró hondo. Hoy se sentía magnánimo, y este era, al fin y al cabo, el primer trámite del día.

            —Está bien, escriba el cuento, tiene mi autorización.

            Y llamando al secretario le pidió que le entregara lista toda la papelería necesaria.

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