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Cuando era niño tenía una pecera con peces. Aunque parece redundante, es una aclaración necesaria, pues la pecera es, en sí misma, algo que puede tenerse. Quizás sobrase la aclaración, pero prefiero pecar de claridad, ya saben cómo es esto, uno escribe y nunca se entiende del todo lo que se busca decir. Hay baches, cortes, grietas en la comunicación. Uno puede no notarlo, quedar tan tranquilo, pero siempre aparece alguien y dice “no queda claro por qué el personaje dice tener una pecera” o algo así, entonces mejor me curo en salud y hago la salvedad: en la pecera había peces, y había agua, y había una arenilla blanca en el fondo, y un cangrejo de algún material parecido a la piedra que tenía en una tenaza un letrerito cuyas palabras no pude nunca leer. Lo importante de todo lo anterior son los peces. Eran de esos que tienen los ojos muy brotados y la cola amplia como un vestido, y que popularmente llamamos bailarinas porque cuando nadan parecen estar danzando, agitando un largo vestido de gala en la mitad de una fiesta.

            Me fascinaban. Podía pasar horas y horas sentado frente al vidrio, viendo su gracia, compartiendo la levedad de sus giros, la armonía de los desplazamientos a lo largo y a lo ancho, hacia arriba y hacia abajo. No podía imaginar una ocupación más placentera, un momento más grato para mi existencia infantil. Fue así no sé cuánto tiempo. Sé que después nos mudamos, y que regalaron la pecera. Últimamente pienso mucho en esos recuerdos, vuelvo a vivirlos en la imaginación intuyendo que ahí está la clave de la felicidad. Por eso tomé la decisión, la mejor de mi vida. No puedo esperar a verla convertirse en realidad. Muy pronto voy a tener una pecera con bailarinas.

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