Detengámonos un momento en la contemplación del personaje.
Monigote de un metro cincuenta y cuatro de estatura, con clara tendencia a la calvicie vertical (tonsura espontánea del cuerpo que revela, quizás, una previa o futura reencarnación en fraile; de los descalzos, con suerte). Cincuenta y seis kilos (con botas) en el último pesaje. Categoría gallo, como el del poema de Gómez Jattin, pero sin indio Miguel para cazarlo. Tatuajes en los brazos, en las costillas, y en la espalda, que en orden de aparición podrían enumerarse: mariposa, atrapasueños, peón, oveja, silla, kodama, suricata, pangolín, rana, perro saludando al sol, casa, casa en ruinas, y ser al que le florece el pensamiento (Mateo dixit). Treinta y tres años, bien aparentados (quiere creer).
Propenso más a la comedia que a la tragedia, aunque algo sabe de amigues suicidas y abuelas que se mueren. Ágil con las palabras, donde encontró, primero, un mecanismo de defensa contra la soledad (véanlo allí, rodeado por otros niños en el preescolar, entrampando un cuento de fantasmas para que no se vayan a jugar chucha y lo dejen atrás), y luego una forma de desinfectarse a diario las cortadas. Desde la última vez que le leyeron la carta astral piensa mucho en la figura de Quirón (sanarse a sí para sanar otras vidas) y en Kafka (con una hermosa herida vine al mundo, esa fue mi única dote), y sueña, en ocasiones, que pasea junto al mar con un centauro checo de orejas afiladas cuya conversación olvida, inevitablemente, al despertar.
Tiene sus días aneblados, pero cada vez son mejores. Crecer es aprender a vivir con uno mismo, piensa, y, como las frutas, hacerse dulce. Espera alimentar bichos cuando muera. Lee mucho, da clases, escribe de vez en cuando. Vive con María y Galilea, con su amor lo redimen.
Reto literario 