28) Primero de octubre

La primera vez fue accidental, una afortunada coincidencia de aquellas que son germen de las grandes ideas. Ya era tradición familiar decorar la casa el primero de octubre y esa noche un amigo del hijo estaba allí cuando la voz de la madre dio la orden:

—Trae la cabeza del abuelo.

El niño se perdió en el cuarto trasero. Su amigo, distraído ayudando a colgar una calabaza, no lo vio volver sino hasta que sintió el golpe de algo al caer sobre la mesa del comedor. Cuando giró se le escurrió el esqueleto que tenía en las manos: frente a él una cabeza tamaño natural, en un intermedio estado de putrefacción, intentaba mirarlo a través de las cuencas resecas de la muerte. La palidez del impúber fue celebrada con un aplauso risueño, y el año siguiente, cuando la visitante era una amiga de la hija menor, el padre repitió la orden, adornado el momento con fingida solemnidad.

—Trae la cabeza del abuelo —murmuró, y la familia se congeló en un mutismo incómodo que la invitada recibió con un escalofrío. Preparada para la ocasión, la cabeza de cera esperaba en una caja fúnebre con dos candados. El efecto fue de nuevo palidez, gritos, carcajadas. Trece años de práctica lograron superar el impedimento de la edad cada vez más avanzada de las víctimas.

La última vez fue una obra maestra: susto colectivo para nueve miembros de un grupo de estudio. Una caja vieja cubierta de signos que desenterraron del patio. La luz fallando al sacar la cabeza del viejo. Gritos. Las risas familiares a las que se sumaban las demás, primero nerviosas y luego francamente alegres. Risas que se multiplicaban cuando ya se apagaban, pero que fueron callándose, opacadas por una risa, gruesa, honda, que sonó largos minutos mientras todos se miraban.