-Disculpe, ¿es cierto que está cerrado el oráculo?
-Por reparaciones, algo se ahogó en la pila y toca limpiarla.
-¿Sabe cuánto puede demorarse?
-Uy… eso es difícil de saber… depende de sí fue algo pequeño o algo grande, si plumas o pelos, si humano o no humano, ni idea, mijita, ni idea…
La joven dio la vuelta y se perdió en el camino. En la cima de la montaña, el viejo, escoba en mano, esperó a perder el sonido de los pasos antes de continuar barriendo. El susurro de la escoba sobre la piedra evocaba remota música de alas. No escuchó los pasos de la joven cuando regresó.
-Disculpe, me gustaría verlo.
-¿Ah?
-El oráculo, me gustaría verlo.
-Pero, está contaminado, no responde ahora nada.
-No importa, quiero verlo, para no perder la subida, ¿sabe?
El viejo asiente y apoya la escoba contra una de las columnas. Da la vuelta y empieza a renquear dentro del recinto. A sus espaldas, el golpeteo de las suelas comprueba la presencia de su acompañante.
La habitación del oráculo es amplia, circular, con un agujero en el techo por donde pega la luz en las paredes. En el centro, una pileta profunda de aguas no perturbadas. El viejo se hace a un lado para que la joven pueda entrar. La mira dar unos primeros pasos vacilantes y luego tomar confianza para revolotear por la habitación. Da vueltas, cada vez más cerradas hasta estar frente a frente con el agua. Se arrodilla a su vera, acerca el rostro a la superficie (así le dijeron que debía proceder) y murmura su pregunta.
Sobre la superficie su aliento agita leves olas. Luego quietud. En el agua, su imagen solitaria y sin respuesta. Ve al viejo a sus espaldas. El viejo que se acerca. El agua acercándose, inevitablemente.