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Le pedí a Matías algo para aligerarme el viento. Hurgó entre los trastos del patio y volvió con una piedra achaparrada, como una moneda vieja de las grandes. “Póngasela debajo de la lengua tres veces al día, por la noche déjela en la ventana”. Hice el camino de regreso con el dichoso peso en la boca. La saliva me sabía a tiempo.

            Desde que empecé a plantar aromáticas ya no es lo mismo despertarme. Me dan ganas de estar revisando los surcos y los brotes antes de la salida del sol. No había notado antes el rocío sobre el rocío, las gotas sobre las gotas pregonando su exageración fractal. Pesco las malezas con dedos de pinza. Si me dan ganas de orinar tengo un rinconcito plantado de girasoles: en lugar de pétalos áureos tendrán pétalos úreos.

            Entro a la casa sintiéndome mejor y me meto la piedra debajo de la lengua. Matías no me dijo si eran cinco minutos o diez. La dejo diecisiete, contados mentalmente. Mientras, remojo otra vez la brocha y humedezco la espuma seca. Si todavía aguanta la dejo reposar mientras corro bajo el chorro de agua. Me afeito viendo amanecer en la ciudad. Los edificios aparecen como huesos sembrados por un dios capaz de odiar en la distancia, llenado el cuadradito de la ventana del baño. Sin pelos en la cara me saco la piedra de la boca. Después de vestirme me la meto en el bolsillo.

            No me preocupan los murmullos de la gente, si se pierden en conjeturas es porque no saben nada sobre la solidez del aire. No han intentado respirar un ladrillo. Por eso voy con mi piedra tan tranquilo. No es mezquindad, es tontería, y aunque se parezcan no son la misma cosa. Si este remedio no funciona, toca buscar otro.

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