Debía faltar ya poco para que el horizonte revelara la cumbre de las brujas. Según el GPS, había cumplido con el avance al norte y —aunque tuvo que desviarse porque un barranco inesperado crujió en el camino con sus ecos de cañada— la distancia recorrida por la senda de la serpiente rodeaba los cálculos que obtuvo al conversar con otros caminantes en el hostal. Escrutaba ansioso las formas vegetales que hacían de pantalla frente a sus pasos, negociando con su cansancio otro kilómetro con la promesa de encontrarse pronto con «la cascada más hermosa que te podás imaginar, brillante de rojo por las piedras, despeñándose seis metros desde la laguna que reposa en la cumbre como una fiera sagrada en la espera de su sacrificio».
Tuvo todavía tiempo de pensar en el hombre que le había indicado el camino, pero apenas un segundo —suficiente para considerarlo con extrañeza— antes de que frente a él empezara a despeñarse una corriente carmesí. El agua, transparente, intensificaba con su brillo crepuscular la textura de la roca: roja piedra pulida con aristas implacables de puñal primitivo. Cerca, cuando la sorpresa le permitió escrutar los contornos, descubrió el estrecho sendero que permitía el ascenso.
Pudo extasiarse con la perspectiva ofrecida por la altura, verde cielo de los árboles apenas interrumpido por los trazos de los ríos. En la meseta, la laguna era un espejo imperturbable al que se arrojó su mirada cuando sus pasos llegaron a su rivera. Allí estaba él, con el rostro congestionado por la caminata y la sonrisa ingenua de los que creen conquistar algún destino. Tras él —fue apenas un instante— el hombre del hostal fue una ráfaga; clavó el puñal en su espalda y lo empujó contra la superficie espejeante. El agua estaba helada en la cumbre de las brujas.