Pienso en la soledad particular de las cosas que no se usan.
Imagino las camisas viejas, colgadas en ganchos, acostumbradas a la rutinaria luz del clóset al abrirse, del clóset al cerrarse. La tela deformada en los hombros, cierta mancha en el color provocada por la quietud. Las imagino con una especie de resignación de fábrica, un estar sin estar, un regocijo extraño cuando se daña la lavadora y al menos una de ellas es elegida.
Pienso en la soledad de las cosas que caen tras los muebles.
Una moneda, una moneda nueva, reluciente, espejo del sol. Perdida tras la biblioteca. Quieta, quietísima en su seguridad de no devaluarse nunca. La sombra, la pelusa empujada por la escoba. Una araña construye en su centro el centro de su tela. Cubierta de tierra, entre pelos de gato, y de dueños de gato. La moneda volviéndose opaca, oxidándose apenas. Todavía quieta, todavía quietísima en su seguridad de no devaluarse nunca.
Pienso en las vajillas que le regalaron a nuestras abuelas y que siempre están esperando la oportunidad propicia para ser usadas.
Su orden dentro de la caja, su asomarse al exterior desde el plástico transparente, desde el vidrio de un aparador. Su ser testigos de los almuerzos servidos en las vajillas viejas. Sus estremecimientos cuando uno de los otros platos se cae y se quiebra y ellas tiemblan mitad de miedo mitad de envidia mitad de esperanza porque quizás ahora sí va a llegar su turno de brillar, de sentir sobre su esmalte el roce de los cubiertos de plata (guardados, ellos también, en el cajón de las hipotéticas ocasiones especiales).
Pienso en eso, pero sólo ahora y sólo forzando la cabeza.
Por accidente, eso sí, pienso en la bicicleta del suicida y siento unas ganas inmensas, inmensísimas, de echarme a llorar.