En su imaginación pacen los bueyes. Los ve avanzar lentos por una cumbre de hierba, remoloneando de la cima al cercado. Hay algo de la finca de su abuela en la imagen. Pero la finca de su abuela no está. Nada está. El pasado aparece solitario en su imaginación golpeada y esto es todo cuanto resta. La suerte agotó sus ganas de socorrerlo.
Hace un par de horas, Horacio se contaba entre los más felices de los hombres. No dejaba de ganar y sobre la mesa -verde, ahora lo descubre, como la pradera de su sueño- apilaba ordenados montículos de fichas. Rojas con rojas, negras con negras, el numero fundido mirándolo desde la cada amable de cada una. Justo a tiempo consiguió perfeccionar el truco del as transparente y la fortuna sobre la mesa podría pagarle las deudas y librarlo del terror del trabajo durante tres o cuatro meses.
Debió haberse retirado. Pero, como los bueyes, remoloneaba. Y, a fin de cuentas, su truco era imbatible, su mecanismo era perfecto. Perfecto en cada pequeño detalle, perfecto en ser desconocido incluso para los crupieres más experimentados, perfecto en cada indicación, cada giro, cada novedad. Perfecto, en fin, el truco, sí, pero él no, y cuando el truco dijo «es hora de irnos», agitó la mano frente a sus ojos, abanicándose la frente, y subió la apuesta.
La finca de su abuela, lejana como siempre, se niega a abandonar el nuevo emplazamiento que los recuerdos de Horacio fundaron sobre el paño. Entre sus restos, frente a la riqueza de los otros, se mueven recuas de yeguas coloradas y una gallina escarba en busca de lombrices. No consigue comprender cómo dejó de funcionar el truco, en qué momento el as recuperó el color.
Preguntan si juega. Mira las cartas y comprende lo inevitable.