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El detective limpió los lentes con la punta de la camisa antes de volver a ponerse las gafas. La explosión repentina del cadáver parecía no afectarlo, mientras los miembros del equipo forense vomitaban, o se esforzaban en retirarse trozos de vísceras de los hombros, él se arrodilló junto al charco de sangre para examinar el epicentro de la bomba. Uno de los policías asistentes, también aparentemente inmune a la consternación, se le acercó por la espalda.

El autor se levanta. No sabe qué hacer con ese detective, ni con ese policía asistente, ni con el cadáver que explota. El ruido del celular bastó para mandar al diablo cualquier tipo de idea. Aunque, en aras de honestidad, no eran ideas buenas ni firmes ni nada las que estaban fluyendo en ese momento con torpeza por sus dedos. Apenas la compulsión de escribir lo mantiene en la tarea de armar relatos. Hay un límite para todo, vida malparida, y el límite de la imaginación está llegando a su límite.

Por si fuera poco, piensa el autor, esta angustia patológica se niega a abandonarlo. Siente la saliva acumularse debajo de la lengua y sabe que enfermará de tanto tragar babas. «El infierno es la ausencia de dios», dice, mientras recuerda el relato de Chiang en donde la gente muere con las apariciones de los ángeles.

Rayos de luz fulminan a los humanos. Algunos suben al paraíso, indultados por su muerte. Otros, condenados en la impiedad, bajan al infierno. Excepto que ni uno es premio ni el otro, castigo; son idénticos a la tierra y los ángeles meras criaturas destructivas, cargadas como una mezcla mal hecha por un alquimista principiante. Así, de cierta manera, son las ficciones del autor.

-Era un ángel -decreta el detective mientras se quita del pelo un pedazo de riñón.

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