En la primera esquina está el vértigo. El cuento comienza en caída libre. La letra —supongamos que es la A— pronto permuta en imágenes y a partir de ahí, ¡ah, a partir de ahí!, ya todo es velocidad. La fortuita aceleración de lo que rueda. “Anastasia Grisales estaba sentada en el borde de la bañera cuando supo uno, que su madre estaba muerta, y dos, que ella había sido la culpable”. Listo, ya está. Creamos el borde de un abismo y dejamos que la curiosidad de la lectura lleve a la víctima a asomarse. Será cuestión de permitir que la gravedad haga su trabajo. De todas las leyes de la física, será la que se mantenga mientras el mundo siga girando.
“Dejó el celular resbalar por la superficie curva y sintió la necesidad de abrir las llaves y ver subir el agua hasta que mojara el piso, buscando el desagüe. No podrían haber llamadas más importantes que esa, no volvería a anunciar el timbre algo que transformara su vida de esa manera. Era libre, después de treinta y siete años de soberbia servidumbre. Libre al fin. Pero no podía evitar sentir que algo empezaba a temblar, que algo dentro se frotaba, superficie contra superficie, hasta que la fricción sacaba chispas que, encendiéndose, le hacían arder el cuerpo. Eran, lo supo sin margen de duda, las llamas del infierno”.
Y ahí, suspender. Ahí dejar para que el resto cada quien lo arme según le plazca. No hay que hacerlo todo por los lectores, hay que permitirle a las lectoras jugar a escribir. Que sigan el relato según sus preferencias, que justifiquen, que llenen el antes, que imaginen el después, que rediman o condenen. Eso es leer, después de todo. Y esto es escribir. El vértigo. La primera letra, y la última.